En
el número 262 de la revista «Litoral» (aquélla que naciera
en tiempos de la generación del 27), dedicado a los trenes, ha aparecido
publicado mi microrrelato «En la estación». La revista, que más que revista es
un libro, hace un recorrido por la presencia del tren en el arte y la
literatura. En palabras del director:
«Uno
de los movimientos artísticos que surgieron en los años veinte propulsado por
cineastas y documentalistas soviéticos fue el excentricismo y en su excéntrico
manifiesto exclamaban: “Proponemos el estudio de las locomotoras… ¡Enseñaremos
a querer la máquina!”.
Casi un siglo
después esta revista con noventa años cumplidos se manifiesta de la misma
manera, proponiendo un estudio de los ferrocarriles en el arte y la literatura,
entendiendo que es la mejor manera de enseñar a querer la máquina…»
Agradezco
a los editores de «Litoral» el haberme invitado a abordar (en la sección «Trenes
fantásticos», página 206) el presente número.
En la
estación
A LAS TRES DE LA MAÑANA, una mujer salió del armario y me preguntó si
faltaba mucho para que pasara el tren. Me quedé mudo, y ante mi descortesía, se
metió de nuevo en el armario. No pude más que levantarme y abrir la puerta del
mueble, correr para un lado y para otro las perchas, buscar en vano. A la
madrugada siguiente, a la misma hora, la mujer reapareció y me hizo idéntica
pregunta. En esta ocasión, tras observarla detenidamente —era pelirroja, de ojos
grises, y tenía un lunar en el pómulo izquierdo—, atiné a decirle que no sabía,
y volvió a marcharse. A la noche siguiente mudé el pijama por mi mejor traje y
un ramo de flores. Puntualmente, la extraña salió del armario y formuló su
acostumbrada consulta. Le reiteré que lo ignoraba, pero enseguida añadí que si
yo fuera un tren, y ella aguardara mi paso, ni volando las vías lograrían
retrasarme, y le entregué el ramo de rosas carmesí; entonces adornó su cabello
con una de las flores y comenzamos a charlar. Durante varias semanas se
continuaron nuestros encuentros al pie del armario: unas veces bailábamos;
otras, organizábamos pícnics nocturnos; siempre
reíamos. Una madrugada, imprevistamente, me reveló que su boleto vencía esa
misma noche y que ya no volveríamos a vernos. Cabizbaja, me preguntó si la
echaría de menos. Sonreí. Cuando la puerta del armario se cerró a nuestras
espaldas aún alcanzamos a oír el silbato del tren en la lejanía.
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