LA
ESPERÉ toda la noche, café tras café, sin dejar de mirar la calle. Me
entretenía rebautizando a los transeúntes según sus caras. Nueve Juanes, seis
Marías, cinco Fernandos, dos Elisas y ¡hasta una Tatiana!; pero nadie con fisonomía
de Nancy, Rodolfo o Verónica. Ni de Silvia…
Al
amanecer, le pido al mozo ―que tiene cara de Esteban aunque le digan Juan― otro
café, el último, y los periódicos que el canillita ―éste sí que es un Juan en
todo su derecho― ha dejado sobre la barra. Entre sorbo y sorbo, hojeo los
titulares, sonrío con las viñetas de la contratapa y deambulo discretamente por
las necrológicas. Mis ojos se espantan al leer «Silvia I…»; al tiempo que una
mujer que dice ser Silvia I… ―aunque no tiene cara de Silvia, sino de Laura―,
se sienta a mi lado y me asegura que he sido más que cortés en esperarla toda
la noche. Le digo que no es nada y cierro el periódico. La charla se vuelve
cada vez más placentera, hasta que descubro mi imagen reflejada en el vidrio de
la ventana.
Lo
cierto es que no me sorprende el hecho de que ya no tengo cara de Gabriel.
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