ÉRAMOS TRECE HOMBRES, trece soledades puestas de dos en dos en el bote, salvo el teniente que, aferrado al timón, se diluía más y más en la niebla hasta ser sólo una voz que cada tanto nos recordaba su presencia. Quién sabe en qué instante, un olor nauseabundo nos obligó a dejar de remar para calarnos unos pañuelos. Un camarada sugirió entonces que esperásemos a que bajara la niebla, que desobedeciéramos al teniente, que teníamos una oportunidad. Un ¡Remen!, enfático como un látigo, nos volvió al silencio y la obediencia.
Yo conocía bien al teniente, éramos los dos únicos veteranos en el bote, y sabía que jamás admitiría que nos habíamos extraviado y que la misión ya no tenía sentido.
En realidad, ni la niebla ni el que estuviéramos ―hace horas, quizás días― dando vueltas en círculos me preocupaba; pero aquel olor cavando hasta nuestras almas, era distinto… Tanto que pensaba seriamente en arrojarme a las aguas cuando dimos contra algo. Entonces la niebla, como si nunca hubiera existido, se disipó y nos enfrentamos a otro bote, idéntico al nuestro, con los cuerpos de trece hombres en avanzado estado de descomposición.
Sin inmutarse, el teniente apartó el bote intruso y ordenó que continuáramos remando; a la vez que la niebla, junto al olvido del hallazgo, volvía a caer sobre nosotros.
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